La irregularidad es un mal que aqueja al tenis posmoderno. En realidad, ha estado presente en la mayoría de los jugadores, incluso en algunas leyendas. Pero cuando la generación actual del deporte blanco se caracteriza por tener muy pocos jugadores capaces de ganarlo todo, las anomalías en el resto de los ‘mortales’ saltan a la vista fácilmente.
El caso de Grigor Dimitrov parece ser uno de tantos que pasan sin pena ni gloria en la historia. Sin embargo, el búlgaro estuvo condenado desde pequeño; en el 2008, el nacido en Haskovo se proclamaba campeón de Juniors en Wimbledon, mientras que en el máximo circuito, Roger Federer disputaba el mejor partido de la historia ante Rafael Nadal. La notable similitud que tenía aquel joven de 17 años con el suizo fue la principal causa de incansables comparaciones, que lo único que hicieron fue perjudicarle.
Pero Grigor irrumpió de manera positiva en la ATP. Rápidamente comenzó a escalar posiciones en el ranking y se afianzó como uno de los jugadores importantes del presente, de esos que pueden suponer una amenaza para cualquiera. Sin embargo, su principal problema fue esa intermitencia que no paraba de definir exactamente para qué estaba Dimitrov en el circuito. De repente aparecía en las segundas semanas de los Grand Slams pero más tarde sucumbía de manera inesperada en las primeras rondas.
Tampoco es casualidad que ya haya sido pupilo de seis entrenadores, y que con ninguno de ellos haya podido establecer una relación de por lo menos tres años. Su mentor más reciente, el joven venezolano Daniel Vallverdú, está cerca de romper esa barrera que no pudieron superar sus colegas. Quizás debido al buen 2017 que logró registrar el búlgaro, la principal causa por la que, por lo mostrado en este 2018, parece decepcionar de nueva cuenta.

Dimitrov arrancó la temporada pasada con un título y siendo protagonista del mejor partido del año: la segunda semifinal del Australian Open, frente a Rafael Nadal. Después de sucumbir ante el español para que dos leyendas se vieran en la final, parecía ser el futuro inmediato del tenis. La mitad de temporada fue otra serie de altibajos pero cerró de buena manera: con su primer Masters 1000, adjudicándose las ATP Finals y terminando el año como el número 3 del mundo, solamente por debajo de dos inmortales.
El destino parecía depararle únicamente cosas positivas. La promesa que alguna vez fue empezaba a cumplirse finalmente. No obstante, el 2018 lo devolvió a la que ha sido su realidad hasta ahora: la irregularidad y decepción. Incapaz de repetir semifinales en Australia, desaparecido durante la temporada de polvo de ladrillo y muy lejos de ofrecer un buen nivel en la segunda gira de pistas duras. Fuera del último Grand Slam del año en primera ronda, y después de lo mostrado, un pronóstico parece seguro, que Dimitrov no repetirá como campeón en Londres al final del año.
Su talento nunca ha estado en duda. La comparación con el máximo ganador de Grand Slams siempre será exagerada, y es precisamente gracias a sus resultados irregulares que cada vez se menciona menos. Dimitrov aún puede alcanzar su verdadero nivel, entrar en la verdadera lucha por el número uno del mundo, ser un constante en las dos últimas rondas de los torneos en los que participa; pudiera ser uno de esos jugadores que necesitan madurar física y mentalmente para llegar a su tope, Stan Wawrinka es un claro ejemplo.
O bien, por sus actuales registros y constantes altibajos, puede convertirse en una decepción eterna. Uno de esos jugadores con los que se cometió el error de compararlo con una leyenda, y que nunca será lo que se esperó que fuera.